Por doquier, en casi cualquier periódico y en muchas conversaciones de cafetería, casi siempre surge una sarta de palabrejas que en mayor o menor medida son o inventadas por los comentaristas políticos o que son producto de la fantabulosa dialéctica que parece empapar desde siempre a muchas escuelas de sociología (i.e. ‘forma/función’, ‘orden’/’progreso’). Entre esta sarta me intriga mucho el repetido uso de las palabras ‘poderes fácticos’ en contraposición a ‘poderes formales’, casi siempre en un contexto donde se enfatiza que los primeros son una especie de monstruos o gente en las sombras que tiene a bien controlar todos los designios y destinos del país. Incluso el periodista Jorge Zepeda Patterson escribió un libraco de ocasión política donde contaba las vidas y las descripciones de las personas (bien conocidas, por cierto) que según él son los dueños de México.
El uso repetido de esta frase de ‘poderes fácticos’ ha sido enarbolado también como una bandera izquierdota para justificar y explicar el estancamiento en la agenda política durante el gobierno de Fox y después de un comienzo calculado y pujante, ahora comienza a ser lo mismo con el gobierno de Calderón. Dicen que los poderes fácticos son aquellas ataduras que impiden que el gobierno venga a salvar los intereses ‘de la ciudadanía’ en el discurso más centrado o ‘del pueblo’ en el más radical.
En este caso es innegable que algunas de las personas que han sido señaladas como poderosos fácticos hayan contribuido a la victoria de Calderón (que a mi parecer es absolutamente inobjetable) para conservar algunos privilegios, sobretodo en el caso del sindicato educativo, cuyo caso fue más una venganza de carácter personal con un pequeño premio al final. Pero de ahí a afirmar que esta gente controla los destinos de México es un error sumamente burdo que practican todos aquellos que creen en el determinismo histórico tan denunciado por Popper como el germen de muchas malvadas tiranías.
Quienes creemos que casi todos los aspectos de esta vida son estocásticos (de hecho, que el único aspecto determinístico es la muerte) difícilmente podemos creer que haya alguien que ‘controle’ un país de ciento y pico millones de habitantes con sus decisiones. Y sobretodo, que somos incapaces de creer que quien pueda retirar este ‘control’ se lo quede para beneficiar a los que no lo tienen y así llegar a lo que tantos ilusos definen como ‘bien común’. Al final, pura retórica estatista.
Esto de los poderes fácticos tiene una explicación económica más sencilla: estas personas o grupos son lo que llamamos ‘buscadores de rentas’. Es decir, quienes al margen de la competencia de mercado han obtenido canonjías y privilegios que les permiten hacer no-óptimos los outcomes o las salidas del proceso. El monopolio, para quienes no sepan, sólo es sostenible cuando se protege con leyes. El sindicato es el clásico buscador de rentas que controla el precio de equilibrio de la oferta-demanda de trabajo. Mismo caso con la organización gremial. Y estas personas en su conjunto evitan en mayor o menor medida que el mercado sea un juego limpio. Eso, por supuesto, no equivale a decir que controlen el país. Lo que hacen es limitar su competitividad y dañar la integridad del juego institucional donde ningún sistema que se precie de ser liberal o capitalista puede obtener los resultados necesarios.
¿Qué hacer, entonces? En este caso, nos hemos topado con una de las grandes desventajas de la democracia: dado que el votante es naturalmente estúpido (ya lo dijo Bryan Caplan) y vota de manera estúpida, su voluntad es fácilmente coercible en una estructura corporativista, por lo que la manutención de esta estructura termina moviendo las elecciones, máxime cuando cada grupo de presión vende su voto al mejor postor.
Este dilema aparentemente irresoluble sólo tiene un camino de salida y no es nada agradable: hay que leer a los clásicos. Deshacer este entrampado, mucho me temo, sí requiere de la actuación del príncipe. ¿Cómo? Con todo dolor cercenando las manos que dan de comer a sus enemigos, y mordiendo hasta arrancar las manos que le dan de comer a él una vez afianzado su poder. ¿Es un acto de valentía? Sí. ¿Requiere de violencia? También. ¿Carece de toda ética? Muy probablemente. Pero salir de esto, en este triste caso, en países donde el corporativismo campea, sólo ha podido ser solucionado mediante la violencia.
miércoles, 10 de septiembre de 2008
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