Venía yo en el carro, después de mi primer día de clases (es decir, hace veinte minutos) cuando en el radio comenzó a sonar uno de aquellos tantos insufribles comerciales del gobierno en sus ene dependencias. Comenzaba por tratar un tema trillado y viciado hasta la saciedad: el maíz en este país (que más vale que no hubiera del primero, para demostrarle a esos idiotas que efectivamente habría el segundo, y tal vez mucho mejor).
Cuando comenzó el comercial, se dijo que la producción de maíz ha sido alta como nunca en México, lo cual es cierto, pero no necesariamente esa afirmación llevaría a lo que habría de escuchar.
Luego siguió con lo de las tortillas: Que si consideras que algún comerciante está siendo abusivo con el precio de las tortillas...
En este punto yo me resigné a escuchar un: "denúncialo ante la profeco" pero de pronto, sentí que la iluminación había llegado por fin a la mente de los propagandistas del gobierno:
"...recuerda que siempre hay lugares más baratos para comprar las tortillas. En los supermercados el precio está en un promedio de $5.75 Recuerda que como consumidor tienes siempre la libertad de elegir donde, qué y cómo compras.
En este punto, solo en el carro, comencé a aplaudir. Fue una sorpresa tremendamente grata.
lunes, 14 de enero de 2008
jueves, 10 de enero de 2008
Los dos reinos fantásticos, parte dos
Y si de un lado, destruir héroes es la cuestión, del otro glorificarlos y petrificarlos es la opción. La Rebelión del Atlas, dicen por ahí, es un libro que ha hecho más que cualquier otro por el liberalismo en cuanto a reclutamiento y selección se refiere. También es más que bien sabido que en una encuesta hecha en Estados Unidos sobre los libros que más habían cambiado la vida de la gente, Atlas salió en un distante segundo contra la Biblia (en descargo de esta encuesta, empero, está el hecho de que los libros de Lafayette Ronald Hubbard, el dianético, tuvieran excelente representación). Y después de mil ciento cuatro páginas, puedo por fin ofrecer mi reseña de Atlas Shrugged, un auténtico mamotreto, un pregón, un sermón y una losa, pero eso sí, en muchas partes gloriosa.
Todo mundo se queja de que los personajes de la novela, y en general todos los personajes de Ayn Rand son incapaces de ser grises: los buenos son buenos, altos y galantes, mientras que los malos son malos, fofos, encorvados e idiotas. Aquí tengo que hacer notar que la autora repite como cincuenta veces (como todo concepto desarrollado en la trama) a sus villanos repetir el argumento de “debe haber una posición intermedia” para burlarse de él cada que le es posible, así que a nadie debería sorprenderle el maniqueísmo total de los personajes. En mi caso, casi no tuve problema con los villanos: en general, los gobernantes colectivistas, los empresarios buscadores de rentas, los comentócratas y periodistas en general, adolecen de ciertos vicios retratados con fidelidad en la novela: la parálisis ideológica (aunque para Rand no es ésta la causa), la negación de toda realidad, la conversión de mentiras en verdades por pura magia y una supina ignorancia en cuestiones económicas. Los villanos, los señores Thompson, Ferris, Eubank, Pritchett, Meigs, Stadler, Mouch, Liddy, Morrison, Chalmers y la familia Rearden; en un principio se muestran como todo socialdemócrata (socialista Light, un poco menos malvado y un poco más estúpido, pero con potencial para aumentar indefinidamente estas dos características): una persona con nobilísimos ideales y absoluta y totalmente desinteresada en las cosas que haga y deshaga, con tal de ayudar al “bienestar del pueblo”, “al bien común”, “a las minorías/mayorías” a los “desamparados”, etcétera etceterona. Sin embargo, mientras avanza la novela, la humanidad de estos personajes queda convertida rápidamente en franca estupidez, en un Dummy que la señora Rand golpea y golpea y golpea hasta cansarse. Y, hasta donde yo sé, o hasta donde está mi gran duda política, un auténtico supervillano puede ser todo, menos estúpido. En todo caso, ahí no está el problema con los personajes: el problema está en los héroes. Hay ocasiones en que esos superhombres que Rand se construyó (y con los que según esto se equiparó toda su vida, así como a su amante Nat Branden) parecen figuras sacadas de un molde y puestas en cajas de plástico, listas para que los niños (en este caso, según los numerosos críticos de la obra, los preuniversitarios y los universitarios de área básica) los compren como modelo a seguir. Si bien Rand pretende un modelo de conducta y de raciocinio ambicioso, se olvida por completo que no hay una sola persona en este planeta que no dude en algún momento de su existencia: que se sienta “flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones”, o que simple y sencillamente sea vencido en el supremo acto de abrir los ojos y separarse de las sábanas. Además de John Galt y de su superamante Dagny Taggart, los demás héroes tienen la misma forma de razonar, siendo sólo copia al carbón de los demás, con sus diferentes particularidades. Tal vez los señores D’Anconia y Danneskjøld tienen backgrounds un tanto distintos, pero eso sí, razonan igual que Mr. Galt. La falta de realismo psicológico de los personajes me suena como a la suma de las obsesiones de la señora Rand. No se diga de su peligrosa idea de que ellos son los únicos imprescindibles para la humanidad, porque no es cierto (aunque no es como para que cualquier tarugo diga que Rand era fascista, lo cual a nivel política, por supuesto que no lo era). Incluso, me inquieta que la autora llegue a renegar de la idea del mercado, formado por igual por productores y consumidores, donde cualquiera de los dos puede destruir al otro dejando de ofrecer (por errores de cálculo, no por quererlo así) o demandar su parte (por precio, ingreso, preferencias, ceteris paribus). Además, de todos los héroes, los empresarios siempre eran o herederos de empresas o emprendedores. ¿Dónde quedaron los directivos?
Lo de reino fantástico viene al cuento porque además de ser una novela épica (“la muerte y resurrección del espíritu humano”), aparece una especie de utopía al espejo. Es decir, no una distopía, sino una idea contraria a lo que su inventor pensó que debía ser una utopía. Me refiero a Galt’s Gulch, que es a donde se retiran todos los grandes magnates, productores, empresarios y grandes mentes para vivir en pequeño y en paz. No es una comuna: es una capítula. No es un sindicato, pues no obligan por la fuerza, sino por la omisión. Nadie se regala nada, sino que todo mundo produce y vende en intercambios voluntarios de un mini-mercado. Es todo un reino fantástico, donde la escala evita por supuesto las operaciones de cálculo y todo mundo vive en armonía. Trasladado esto a una isla desierta, no me cabe duda que pasaría lo mismo: todos vivirían en paz y felices, porque al contrario de la isla del Señor de las Moscas o de la playa, después de una “acumulación previa” los recursos se asignaban de acuerdo a intercambios voluntarios. Lo único que no me gusta es que ese mercado tenía un límite absoluto, con pleno empleo absoluto, y totalmente cerrado al exterior. Es decir, como modelito económico no es excesivamente óptimo, tanto que toca con la punta de los dedos las ideas de los amiguetes del otro patio. Con todo esto, la novela tiene temas fascinantes. Su defensa del capitalismo es brutal y pulcra, con excelentes argumentos (aunque yo no simpatizo con las causas de los cuales los deriva): el discurso sobre del dinero, a cargo del che Francisco d’Anconia es impactante porque nunca nadie se había atrevido a ello, así como la narración del obrero Allen sobre la desastrosa experiencia de la Twentieth Century Motor. A mí me parece que Rand leyó un poco a Hayek o a Von Mises antes de escribir su novela, ya que ella no sabía una palabra de economía; pero en cambio hace disertaciones interesantes sobre el patrón oro, que defiende a ultranza; así como la naturaleza de la libre competencia y algo del camino de la servidumbre con eso de las repúblicas populares. Del soporífero discurso de Galt sólo leí con atención la última parte, la de política, donde la autora defiende ideas que se han vuelto clásicas: que el Estado sólo debería estar compuesto por tribunales, policía y ejército; que su única función es contrarrestar el inicio en el uso de la fuerza, que el único modelo de sociedad posible es uno donde todos los intercambios sean libres y voluntarios, que nadie tiene derecho de ir en contra de la vida, la libertad o la propiedad de una persona, que los difusos “derechos humanos” no son de ninguna manera acicates para ir en contra de los derechos de propiedad, etcétera. A lo largo de toda la novela, la autora además presenta ideas interesantes, entre las cuales se encuentra por supuesto ésa de que la necesidad no es de ninguna manera fuente de derechos para nadie. Por el otro lado, su violenta negación del altruismo, su viciada manera de ver la religión y cierto desdén por la vida de todos aquellos que no son “racionales” son la parte oscura de esta filósofa. Sin embargo, creo que Ayn Rand fue como ideóloga la primera en darle una justificación moral al capitalismo, con todo lo que ello significa (Los austriacos sólo refutaron su mortal enemigo), aun cuando a veces al leerla te haga decir: “No me ayudes, comadre”, explícitamente en la parte de política, sus argumentos son imprescindibles para comprender una verdad básica: que una sociedad que espera que todos vivan los unos para los otros Ojo. Que vivan, no que cooperen, ni que ayuden, sino que vivan; que la propia existencia sean los demás (que no hacerlo sea visto como pecado) y no uno mismo o siquiera las ideas de uno que pueden repercutir en el bienestar de un grupo absolutamente voluntario, es una sociedad enferma, más propensa al canto de las sirenas demagógicas y con el dictadorzuelo y todo lo que ello implica (la cuerda y el paredón) a la vuelta de la esquina.
Todo mundo se queja de que los personajes de la novela, y en general todos los personajes de Ayn Rand son incapaces de ser grises: los buenos son buenos, altos y galantes, mientras que los malos son malos, fofos, encorvados e idiotas. Aquí tengo que hacer notar que la autora repite como cincuenta veces (como todo concepto desarrollado en la trama) a sus villanos repetir el argumento de “debe haber una posición intermedia” para burlarse de él cada que le es posible, así que a nadie debería sorprenderle el maniqueísmo total de los personajes. En mi caso, casi no tuve problema con los villanos: en general, los gobernantes colectivistas, los empresarios buscadores de rentas, los comentócratas y periodistas en general, adolecen de ciertos vicios retratados con fidelidad en la novela: la parálisis ideológica (aunque para Rand no es ésta la causa), la negación de toda realidad, la conversión de mentiras en verdades por pura magia y una supina ignorancia en cuestiones económicas. Los villanos, los señores Thompson, Ferris, Eubank, Pritchett, Meigs, Stadler, Mouch, Liddy, Morrison, Chalmers y la familia Rearden; en un principio se muestran como todo socialdemócrata (socialista Light, un poco menos malvado y un poco más estúpido, pero con potencial para aumentar indefinidamente estas dos características): una persona con nobilísimos ideales y absoluta y totalmente desinteresada en las cosas que haga y deshaga, con tal de ayudar al “bienestar del pueblo”, “al bien común”, “a las minorías/mayorías” a los “desamparados”, etcétera etceterona. Sin embargo, mientras avanza la novela, la humanidad de estos personajes queda convertida rápidamente en franca estupidez, en un Dummy que la señora Rand golpea y golpea y golpea hasta cansarse. Y, hasta donde yo sé, o hasta donde está mi gran duda política, un auténtico supervillano puede ser todo, menos estúpido. En todo caso, ahí no está el problema con los personajes: el problema está en los héroes. Hay ocasiones en que esos superhombres que Rand se construyó (y con los que según esto se equiparó toda su vida, así como a su amante Nat Branden) parecen figuras sacadas de un molde y puestas en cajas de plástico, listas para que los niños (en este caso, según los numerosos críticos de la obra, los preuniversitarios y los universitarios de área básica) los compren como modelo a seguir. Si bien Rand pretende un modelo de conducta y de raciocinio ambicioso, se olvida por completo que no hay una sola persona en este planeta que no dude en algún momento de su existencia: que se sienta “flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones”, o que simple y sencillamente sea vencido en el supremo acto de abrir los ojos y separarse de las sábanas. Además de John Galt y de su superamante Dagny Taggart, los demás héroes tienen la misma forma de razonar, siendo sólo copia al carbón de los demás, con sus diferentes particularidades. Tal vez los señores D’Anconia y Danneskjøld tienen backgrounds un tanto distintos, pero eso sí, razonan igual que Mr. Galt. La falta de realismo psicológico de los personajes me suena como a la suma de las obsesiones de la señora Rand. No se diga de su peligrosa idea de que ellos son los únicos imprescindibles para la humanidad, porque no es cierto (aunque no es como para que cualquier tarugo diga que Rand era fascista, lo cual a nivel política, por supuesto que no lo era). Incluso, me inquieta que la autora llegue a renegar de la idea del mercado, formado por igual por productores y consumidores, donde cualquiera de los dos puede destruir al otro dejando de ofrecer (por errores de cálculo, no por quererlo así) o demandar su parte (por precio, ingreso, preferencias, ceteris paribus). Además, de todos los héroes, los empresarios siempre eran o herederos de empresas o emprendedores. ¿Dónde quedaron los directivos?
Lo de reino fantástico viene al cuento porque además de ser una novela épica (“la muerte y resurrección del espíritu humano”), aparece una especie de utopía al espejo. Es decir, no una distopía, sino una idea contraria a lo que su inventor pensó que debía ser una utopía. Me refiero a Galt’s Gulch, que es a donde se retiran todos los grandes magnates, productores, empresarios y grandes mentes para vivir en pequeño y en paz. No es una comuna: es una capítula. No es un sindicato, pues no obligan por la fuerza, sino por la omisión. Nadie se regala nada, sino que todo mundo produce y vende en intercambios voluntarios de un mini-mercado. Es todo un reino fantástico, donde la escala evita por supuesto las operaciones de cálculo y todo mundo vive en armonía. Trasladado esto a una isla desierta, no me cabe duda que pasaría lo mismo: todos vivirían en paz y felices, porque al contrario de la isla del Señor de las Moscas o de la playa, después de una “acumulación previa” los recursos se asignaban de acuerdo a intercambios voluntarios. Lo único que no me gusta es que ese mercado tenía un límite absoluto, con pleno empleo absoluto, y totalmente cerrado al exterior. Es decir, como modelito económico no es excesivamente óptimo, tanto que toca con la punta de los dedos las ideas de los amiguetes del otro patio. Con todo esto, la novela tiene temas fascinantes. Su defensa del capitalismo es brutal y pulcra, con excelentes argumentos (aunque yo no simpatizo con las causas de los cuales los deriva): el discurso sobre del dinero, a cargo del che Francisco d’Anconia es impactante porque nunca nadie se había atrevido a ello, así como la narración del obrero Allen sobre la desastrosa experiencia de la Twentieth Century Motor. A mí me parece que Rand leyó un poco a Hayek o a Von Mises antes de escribir su novela, ya que ella no sabía una palabra de economía; pero en cambio hace disertaciones interesantes sobre el patrón oro, que defiende a ultranza; así como la naturaleza de la libre competencia y algo del camino de la servidumbre con eso de las repúblicas populares. Del soporífero discurso de Galt sólo leí con atención la última parte, la de política, donde la autora defiende ideas que se han vuelto clásicas: que el Estado sólo debería estar compuesto por tribunales, policía y ejército; que su única función es contrarrestar el inicio en el uso de la fuerza, que el único modelo de sociedad posible es uno donde todos los intercambios sean libres y voluntarios, que nadie tiene derecho de ir en contra de la vida, la libertad o la propiedad de una persona, que los difusos “derechos humanos” no son de ninguna manera acicates para ir en contra de los derechos de propiedad, etcétera. A lo largo de toda la novela, la autora además presenta ideas interesantes, entre las cuales se encuentra por supuesto ésa de que la necesidad no es de ninguna manera fuente de derechos para nadie. Por el otro lado, su violenta negación del altruismo, su viciada manera de ver la religión y cierto desdén por la vida de todos aquellos que no son “racionales” son la parte oscura de esta filósofa. Sin embargo, creo que Ayn Rand fue como ideóloga la primera en darle una justificación moral al capitalismo, con todo lo que ello significa (Los austriacos sólo refutaron su mortal enemigo), aun cuando a veces al leerla te haga decir: “No me ayudes, comadre”, explícitamente en la parte de política, sus argumentos son imprescindibles para comprender una verdad básica: que una sociedad que espera que todos vivan los unos para los otros Ojo. Que vivan, no que cooperen, ni que ayuden, sino que vivan; que la propia existencia sean los demás (que no hacerlo sea visto como pecado) y no uno mismo o siquiera las ideas de uno que pueden repercutir en el bienestar de un grupo absolutamente voluntario, es una sociedad enferma, más propensa al canto de las sirenas demagógicas y con el dictadorzuelo y todo lo que ello implica (la cuerda y el paredón) a la vuelta de la esquina.
Los dos reinos fantásticos (parte I)
Estas vacaciones, que una vez terminado el maratón lo fueron exhaustiva y auténticamente (con dos puentes consecutivos, lo cual para alguien que trabaja es la máxima idea de vacaciones-sin-usar-días-vacaciones) retomé mi clásica tendencia de leer todo lo que no leí en el año, o por lo menos no desde que ya no tengo toda la tarde para hacer este tipo de cosas, por lo cual agarré tanto el nuevo y publicitado libro de Héctor Aguilar Camín, como la obra maestra de la filósofa pop, la hiper-racionalista hiper-egoísta hiper-capitalista Ayn Rand, quien, convenientemente con el radicalismo de sus ideas (en realidad, la única pensadora cuyo pensamiento es capaz de perturbar a alguien, según yo.), no es considerada una pensadora seria por “La Academia” (y no la de TV Azteca). Para unir estas dos reseñas en un mismo post, encontré cierto vínculo, entre los muchos que suelo encontrar en obras literarias tan disímbolas; y este vínculo no es otro que el hecho de que ambas sean una especie de épica: la primera, una escrita deliberadamente al revés: en lugar de la búsqueda y el encuentro de un objeto fabuloso, Aguilar Camín describe su pérdida; mientras que en La Rebelión de Atlas, según las propias palabras de la autora, lo que se pierde y el objeto fantástico que se busca es la vida del espíritu humano. Si nos vamos por partes, en La Provincia Perdida, Aguilar Camín abusa de un estilo literario que en la región ha sido exprimido hasta la saciedad: por supuesto que el realismo mágico. Sin embargo, los anuncios del libro ya lo anunciaban así (“Primero fue Macondo… Luego fue Comala… ¿Ahora… Malpaso?”) y aunque el teaser está más lejos de la realidad que Frankfurt de Singapur, no creo que sea el caso. El caso es que el novelista-analista quintanarroense cuenta la historia de Avilán, un fiel soldado a las órdenes del presidente de una república ignota, asolada por la guerra civil, que recibe la encomienda de ir disfrazado a la provincia más remota del país a conservar la lealtad a la causa de la república. Escrita en formato epistolar, tiene un fondo sobre el valor de la desilusión y su “radical sabiduría”, en palabras del propio autor. Como quien dice, entonces, es una novela totalmente antiheroica: en vez de crecer, se derrumba un personaje (aunque termina siendo feliz y nace otro) y se pierde algo que se tenía, en vez de hallársele. Sin embargo, sí conserva algunas características del molde clásico: la entrada en la tierra “fantástica”, la búsqueda torcida y el enfrentamiento con el Némesis (que antes no era sino el aliado a buscar en la guerra), todo rodeado de un ambiente presuntamente mágico, con una severa carga latinoamericana, como debía ser. Es decir, hay magos, brujas y espíritus, pero todos sacados del folclor de la región (como es más que bien sabido, la literatura fantástica suele tener una tremenda carga estilística hacia el folclor de los celtas y los escandinavos). En lugar de un muy correcto caballero inglés que hace magia (perdón, la comparación se me hace inevitable) tenemos a un anciano chiflado que al principio de la novela se retrata como el último representante de la religiosidad de un pueblo milenario y para que Aguilar Camín pruebe su punto que ninguno de los dos bandos en conflicto en aquella guerra (los salvajes “aliados” y los indígenas huitzis) tiene superioridad moral sobre el otro, deforma al personaje hasta convertirlo en una caricatura sumamente burda. Además, la fisonomía del reino fantástico está acorde con la descripción que suele hacerse, incluido el último reducto de los huitzis, enclavado en las montañas, donde éstos morirán en la resistencia final. (Sin embargo, nunca había leído una descripción tan “anatómica” del lugar, que para el autor tenía toda la forma y la significación de un pudendo femenino). Entre otras cosas, la descripción es tremendamente escatológica (con exoneraciones ventrales de animales que mueren estocados, actos de zoofilia y la descripción de cómo son las relaciones sexuales entre los borregos), y como buen latino, no podía dejar de lado el fuerte tono raunchy de la literatura tropicosa del lugar. En general, esta novela que dejé a tercio leer hace como tres meses para terminarla hace como tres semanas me pareció “palomera”, por poner un adjetivo que signifique: “la disfruté, pero cuando salga en video ni la voy a comprar ni pienso volver a verla en mi vida”. No lo sé. A lo mejor no estoy acostumbrado a la literatura fantástica con tintes tan tropicalotes, pero eso sí: adolece de los mismos vicios que toda la literatura mexicana en general, comenzando por el tono semi-sarcástico y quejumbroso de siempre, la glorificación de los modos de vida de campesinos y similares, el desprecio absoluto por las figuras heroicas, y cierto resabio estilístico a la literatura de la revolución, que sepultó cualquier intento de ver hacia fuera (o hacia arriba y adelante, por poner una cita estúpida) en las letras nacionales. La verdad, el uso repetitivo de los mismos temas a veces hasta aburre, porque si bien la historia es interesante y hasta cierto punto “compelling”, en lo particular no puedo acercarme a un libro así sin cierto desgano por saber que el autor va a traer las mismas filias y fobias de otros tantos salvapatrias que pululan por ahí.
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sabiduría radical del desencanto
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