Y si de un lado, destruir héroes es la cuestión, del otro glorificarlos y petrificarlos es la opción. La Rebelión del Atlas, dicen por ahí, es un libro que ha hecho más que cualquier otro por el liberalismo en cuanto a reclutamiento y selección se refiere. También es más que bien sabido que en una encuesta hecha en Estados Unidos sobre los libros que más habían cambiado la vida de la gente, Atlas salió en un distante segundo contra la Biblia (en descargo de esta encuesta, empero, está el hecho de que los libros de Lafayette Ronald Hubbard, el dianético, tuvieran excelente representación). Y después de mil ciento cuatro páginas, puedo por fin ofrecer mi reseña de Atlas Shrugged, un auténtico mamotreto, un pregón, un sermón y una losa, pero eso sí, en muchas partes gloriosa.
Todo mundo se queja de que los personajes de la novela, y en general todos los personajes de Ayn Rand son incapaces de ser grises: los buenos son buenos, altos y galantes, mientras que los malos son malos, fofos, encorvados e idiotas. Aquí tengo que hacer notar que la autora repite como cincuenta veces (como todo concepto desarrollado en la trama) a sus villanos repetir el argumento de “debe haber una posición intermedia” para burlarse de él cada que le es posible, así que a nadie debería sorprenderle el maniqueísmo total de los personajes. En mi caso, casi no tuve problema con los villanos: en general, los gobernantes colectivistas, los empresarios buscadores de rentas, los comentócratas y periodistas en general, adolecen de ciertos vicios retratados con fidelidad en la novela: la parálisis ideológica (aunque para Rand no es ésta la causa), la negación de toda realidad, la conversión de mentiras en verdades por pura magia y una supina ignorancia en cuestiones económicas. Los villanos, los señores Thompson, Ferris, Eubank, Pritchett, Meigs, Stadler, Mouch, Liddy, Morrison, Chalmers y la familia Rearden; en un principio se muestran como todo socialdemócrata (socialista Light, un poco menos malvado y un poco más estúpido, pero con potencial para aumentar indefinidamente estas dos características): una persona con nobilísimos ideales y absoluta y totalmente desinteresada en las cosas que haga y deshaga, con tal de ayudar al “bienestar del pueblo”, “al bien común”, “a las minorías/mayorías” a los “desamparados”, etcétera etceterona. Sin embargo, mientras avanza la novela, la humanidad de estos personajes queda convertida rápidamente en franca estupidez, en un Dummy que la señora Rand golpea y golpea y golpea hasta cansarse. Y, hasta donde yo sé, o hasta donde está mi gran duda política, un auténtico supervillano puede ser todo, menos estúpido. En todo caso, ahí no está el problema con los personajes: el problema está en los héroes. Hay ocasiones en que esos superhombres que Rand se construyó (y con los que según esto se equiparó toda su vida, así como a su amante Nat Branden) parecen figuras sacadas de un molde y puestas en cajas de plástico, listas para que los niños (en este caso, según los numerosos críticos de la obra, los preuniversitarios y los universitarios de área básica) los compren como modelo a seguir. Si bien Rand pretende un modelo de conducta y de raciocinio ambicioso, se olvida por completo que no hay una sola persona en este planeta que no dude en algún momento de su existencia: que se sienta “flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones”, o que simple y sencillamente sea vencido en el supremo acto de abrir los ojos y separarse de las sábanas. Además de John Galt y de su superamante Dagny Taggart, los demás héroes tienen la misma forma de razonar, siendo sólo copia al carbón de los demás, con sus diferentes particularidades. Tal vez los señores D’Anconia y Danneskjøld tienen backgrounds un tanto distintos, pero eso sí, razonan igual que Mr. Galt. La falta de realismo psicológico de los personajes me suena como a la suma de las obsesiones de la señora Rand. No se diga de su peligrosa idea de que ellos son los únicos imprescindibles para la humanidad, porque no es cierto (aunque no es como para que cualquier tarugo diga que Rand era fascista, lo cual a nivel política, por supuesto que no lo era). Incluso, me inquieta que la autora llegue a renegar de la idea del mercado, formado por igual por productores y consumidores, donde cualquiera de los dos puede destruir al otro dejando de ofrecer (por errores de cálculo, no por quererlo así) o demandar su parte (por precio, ingreso, preferencias, ceteris paribus). Además, de todos los héroes, los empresarios siempre eran o herederos de empresas o emprendedores. ¿Dónde quedaron los directivos?
Lo de reino fantástico viene al cuento porque además de ser una novela épica (“la muerte y resurrección del espíritu humano”), aparece una especie de utopía al espejo. Es decir, no una distopía, sino una idea contraria a lo que su inventor pensó que debía ser una utopía. Me refiero a Galt’s Gulch, que es a donde se retiran todos los grandes magnates, productores, empresarios y grandes mentes para vivir en pequeño y en paz. No es una comuna: es una capítula. No es un sindicato, pues no obligan por la fuerza, sino por la omisión. Nadie se regala nada, sino que todo mundo produce y vende en intercambios voluntarios de un mini-mercado. Es todo un reino fantástico, donde la escala evita por supuesto las operaciones de cálculo y todo mundo vive en armonía. Trasladado esto a una isla desierta, no me cabe duda que pasaría lo mismo: todos vivirían en paz y felices, porque al contrario de la isla del Señor de las Moscas o de la playa, después de una “acumulación previa” los recursos se asignaban de acuerdo a intercambios voluntarios. Lo único que no me gusta es que ese mercado tenía un límite absoluto, con pleno empleo absoluto, y totalmente cerrado al exterior. Es decir, como modelito económico no es excesivamente óptimo, tanto que toca con la punta de los dedos las ideas de los amiguetes del otro patio. Con todo esto, la novela tiene temas fascinantes. Su defensa del capitalismo es brutal y pulcra, con excelentes argumentos (aunque yo no simpatizo con las causas de los cuales los deriva): el discurso sobre del dinero, a cargo del che Francisco d’Anconia es impactante porque nunca nadie se había atrevido a ello, así como la narración del obrero Allen sobre la desastrosa experiencia de la Twentieth Century Motor. A mí me parece que Rand leyó un poco a Hayek o a Von Mises antes de escribir su novela, ya que ella no sabía una palabra de economía; pero en cambio hace disertaciones interesantes sobre el patrón oro, que defiende a ultranza; así como la naturaleza de la libre competencia y algo del camino de la servidumbre con eso de las repúblicas populares. Del soporífero discurso de Galt sólo leí con atención la última parte, la de política, donde la autora defiende ideas que se han vuelto clásicas: que el Estado sólo debería estar compuesto por tribunales, policía y ejército; que su única función es contrarrestar el inicio en el uso de la fuerza, que el único modelo de sociedad posible es uno donde todos los intercambios sean libres y voluntarios, que nadie tiene derecho de ir en contra de la vida, la libertad o la propiedad de una persona, que los difusos “derechos humanos” no son de ninguna manera acicates para ir en contra de los derechos de propiedad, etcétera. A lo largo de toda la novela, la autora además presenta ideas interesantes, entre las cuales se encuentra por supuesto ésa de que la necesidad no es de ninguna manera fuente de derechos para nadie. Por el otro lado, su violenta negación del altruismo, su viciada manera de ver la religión y cierto desdén por la vida de todos aquellos que no son “racionales” son la parte oscura de esta filósofa. Sin embargo, creo que Ayn Rand fue como ideóloga la primera en darle una justificación moral al capitalismo, con todo lo que ello significa (Los austriacos sólo refutaron su mortal enemigo), aun cuando a veces al leerla te haga decir: “No me ayudes, comadre”, explícitamente en la parte de política, sus argumentos son imprescindibles para comprender una verdad básica: que una sociedad que espera que todos vivan los unos para los otros Ojo. Que vivan, no que cooperen, ni que ayuden, sino que vivan; que la propia existencia sean los demás (que no hacerlo sea visto como pecado) y no uno mismo o siquiera las ideas de uno que pueden repercutir en el bienestar de un grupo absolutamente voluntario, es una sociedad enferma, más propensa al canto de las sirenas demagógicas y con el dictadorzuelo y todo lo que ello implica (la cuerda y el paredón) a la vuelta de la esquina.
Todo mundo se queja de que los personajes de la novela, y en general todos los personajes de Ayn Rand son incapaces de ser grises: los buenos son buenos, altos y galantes, mientras que los malos son malos, fofos, encorvados e idiotas. Aquí tengo que hacer notar que la autora repite como cincuenta veces (como todo concepto desarrollado en la trama) a sus villanos repetir el argumento de “debe haber una posición intermedia” para burlarse de él cada que le es posible, así que a nadie debería sorprenderle el maniqueísmo total de los personajes. En mi caso, casi no tuve problema con los villanos: en general, los gobernantes colectivistas, los empresarios buscadores de rentas, los comentócratas y periodistas en general, adolecen de ciertos vicios retratados con fidelidad en la novela: la parálisis ideológica (aunque para Rand no es ésta la causa), la negación de toda realidad, la conversión de mentiras en verdades por pura magia y una supina ignorancia en cuestiones económicas. Los villanos, los señores Thompson, Ferris, Eubank, Pritchett, Meigs, Stadler, Mouch, Liddy, Morrison, Chalmers y la familia Rearden; en un principio se muestran como todo socialdemócrata (socialista Light, un poco menos malvado y un poco más estúpido, pero con potencial para aumentar indefinidamente estas dos características): una persona con nobilísimos ideales y absoluta y totalmente desinteresada en las cosas que haga y deshaga, con tal de ayudar al “bienestar del pueblo”, “al bien común”, “a las minorías/mayorías” a los “desamparados”, etcétera etceterona. Sin embargo, mientras avanza la novela, la humanidad de estos personajes queda convertida rápidamente en franca estupidez, en un Dummy que la señora Rand golpea y golpea y golpea hasta cansarse. Y, hasta donde yo sé, o hasta donde está mi gran duda política, un auténtico supervillano puede ser todo, menos estúpido. En todo caso, ahí no está el problema con los personajes: el problema está en los héroes. Hay ocasiones en que esos superhombres que Rand se construyó (y con los que según esto se equiparó toda su vida, así como a su amante Nat Branden) parecen figuras sacadas de un molde y puestas en cajas de plástico, listas para que los niños (en este caso, según los numerosos críticos de la obra, los preuniversitarios y los universitarios de área básica) los compren como modelo a seguir. Si bien Rand pretende un modelo de conducta y de raciocinio ambicioso, se olvida por completo que no hay una sola persona en este planeta que no dude en algún momento de su existencia: que se sienta “flaco, cansado, ojeroso y sin ilusiones”, o que simple y sencillamente sea vencido en el supremo acto de abrir los ojos y separarse de las sábanas. Además de John Galt y de su superamante Dagny Taggart, los demás héroes tienen la misma forma de razonar, siendo sólo copia al carbón de los demás, con sus diferentes particularidades. Tal vez los señores D’Anconia y Danneskjøld tienen backgrounds un tanto distintos, pero eso sí, razonan igual que Mr. Galt. La falta de realismo psicológico de los personajes me suena como a la suma de las obsesiones de la señora Rand. No se diga de su peligrosa idea de que ellos son los únicos imprescindibles para la humanidad, porque no es cierto (aunque no es como para que cualquier tarugo diga que Rand era fascista, lo cual a nivel política, por supuesto que no lo era). Incluso, me inquieta que la autora llegue a renegar de la idea del mercado, formado por igual por productores y consumidores, donde cualquiera de los dos puede destruir al otro dejando de ofrecer (por errores de cálculo, no por quererlo así) o demandar su parte (por precio, ingreso, preferencias, ceteris paribus). Además, de todos los héroes, los empresarios siempre eran o herederos de empresas o emprendedores. ¿Dónde quedaron los directivos?
Lo de reino fantástico viene al cuento porque además de ser una novela épica (“la muerte y resurrección del espíritu humano”), aparece una especie de utopía al espejo. Es decir, no una distopía, sino una idea contraria a lo que su inventor pensó que debía ser una utopía. Me refiero a Galt’s Gulch, que es a donde se retiran todos los grandes magnates, productores, empresarios y grandes mentes para vivir en pequeño y en paz. No es una comuna: es una capítula. No es un sindicato, pues no obligan por la fuerza, sino por la omisión. Nadie se regala nada, sino que todo mundo produce y vende en intercambios voluntarios de un mini-mercado. Es todo un reino fantástico, donde la escala evita por supuesto las operaciones de cálculo y todo mundo vive en armonía. Trasladado esto a una isla desierta, no me cabe duda que pasaría lo mismo: todos vivirían en paz y felices, porque al contrario de la isla del Señor de las Moscas o de la playa, después de una “acumulación previa” los recursos se asignaban de acuerdo a intercambios voluntarios. Lo único que no me gusta es que ese mercado tenía un límite absoluto, con pleno empleo absoluto, y totalmente cerrado al exterior. Es decir, como modelito económico no es excesivamente óptimo, tanto que toca con la punta de los dedos las ideas de los amiguetes del otro patio. Con todo esto, la novela tiene temas fascinantes. Su defensa del capitalismo es brutal y pulcra, con excelentes argumentos (aunque yo no simpatizo con las causas de los cuales los deriva): el discurso sobre del dinero, a cargo del che Francisco d’Anconia es impactante porque nunca nadie se había atrevido a ello, así como la narración del obrero Allen sobre la desastrosa experiencia de la Twentieth Century Motor. A mí me parece que Rand leyó un poco a Hayek o a Von Mises antes de escribir su novela, ya que ella no sabía una palabra de economía; pero en cambio hace disertaciones interesantes sobre el patrón oro, que defiende a ultranza; así como la naturaleza de la libre competencia y algo del camino de la servidumbre con eso de las repúblicas populares. Del soporífero discurso de Galt sólo leí con atención la última parte, la de política, donde la autora defiende ideas que se han vuelto clásicas: que el Estado sólo debería estar compuesto por tribunales, policía y ejército; que su única función es contrarrestar el inicio en el uso de la fuerza, que el único modelo de sociedad posible es uno donde todos los intercambios sean libres y voluntarios, que nadie tiene derecho de ir en contra de la vida, la libertad o la propiedad de una persona, que los difusos “derechos humanos” no son de ninguna manera acicates para ir en contra de los derechos de propiedad, etcétera. A lo largo de toda la novela, la autora además presenta ideas interesantes, entre las cuales se encuentra por supuesto ésa de que la necesidad no es de ninguna manera fuente de derechos para nadie. Por el otro lado, su violenta negación del altruismo, su viciada manera de ver la religión y cierto desdén por la vida de todos aquellos que no son “racionales” son la parte oscura de esta filósofa. Sin embargo, creo que Ayn Rand fue como ideóloga la primera en darle una justificación moral al capitalismo, con todo lo que ello significa (Los austriacos sólo refutaron su mortal enemigo), aun cuando a veces al leerla te haga decir: “No me ayudes, comadre”, explícitamente en la parte de política, sus argumentos son imprescindibles para comprender una verdad básica: que una sociedad que espera que todos vivan los unos para los otros Ojo. Que vivan, no que cooperen, ni que ayuden, sino que vivan; que la propia existencia sean los demás (que no hacerlo sea visto como pecado) y no uno mismo o siquiera las ideas de uno que pueden repercutir en el bienestar de un grupo absolutamente voluntario, es una sociedad enferma, más propensa al canto de las sirenas demagógicas y con el dictadorzuelo y todo lo que ello implica (la cuerda y el paredón) a la vuelta de la esquina.
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