En una de mis aventuras náuticas por el Internet me encontré con un artículo de Foreign Policy donde se sugiere que las clases medias de hoy día en los países emergentes (maldito eufemismo para una generalización torpe y terrible) en lugar de pelear por la democracia y la expansión de las libertades civiles, lo están haciendo en contra, incluso derribando gobiernos y sustituyéndolos por élites. Caso concreto: Tailandia. Y razón concreta: porque la democracia permite que la mayoría gane. Y cuando la mayoría, a la que las clases medias no pertenecen lo hace, es muy fácil caer en la seducción del populismo fácil.
Al fin y al cabo, el vicio central de querer jugar al consenso en todo. En países donde la gran mayoría de la población no está económicamente educada (¿Y en cuáles lo está? Los países más económicamente libres lo son no porque la gente sepa economía, sino porque nacieron de violentas o pacíficas rupturas contra variopintos dominios y esto ha creado una saludabilísima desconfianza al Estado), la gran mayoría de la población vota por sus paradigmas, y como dice Bryan Caplan, esos paradigmas son prejuicios anti-mercado, anti-extranjeros, creación de empleos a como dé lugar, y pesimismo. El perfecto coctel para la economía del desastre.
Otro gran tema y cruz de la democracia es el asunto de los intereses dispersos contra los intereses concentrados: los intereses del público (dispersos) no pueden influir en la toma de decisiones de política pública como lo pueden hacer los intereses de poderosos grupos de presión como sindicatos y cúpulas (concentrados), que van obviamente en contra de un mercado sano y competitivo. Y el caso éste de la Elección Pública: la gente no sabe y no le importa la viabilidad de los desgarriates de política pública que se cometen en su nombre.
Por todo esto, la democracia en sí misma, es un sistema de gobierno viciado de consecuencias, mas no de origen: es el menos peor de los sistemas si hablamos de filosofía política. El problema viene en los detalles: por todas las razones anteriores, la sociedad liberal y la economía liberal, éticas en causas y consecuencias, no puede realizarse ni sobrevivir al largo plazo en un sistema democrático.
Y no han faltado los teóricos liberales que han buscado formas de enfrentar esta cuestión: el economista Paul Romer solicitando que los servicios que no pueda ofrecer un Estado le sean ‘outsorceados’ a otro, Patri Friedman buscando la manera de crear comunidades autónomas en altamar, o incluso Jason Sorens convenciendo a gringos liberales a irse a vivir a New Hampshire en masa.
Sin querer discutir lo que pienso de estos intentos, quiero pensar en un concepto que subraya el quid del asunto: que un país es un monopolio en sí mismo, con fuertes barreras a la entrada, y que coopera con otros monopolios similares para mantenerse así. Buena parte de la solución estaría en hacer de los países entes verdaderamente competitivos, que compitieran entre ellos en asuntos fiscales y regulatorios para atraerse la mejor gente y a las mejores empresas a vivir allí.
El argumento antiliberal clásico contra esta noción (se piensa que ya ocurre, cuando no es cierto) es que esto ocasionaría una ‘carrera al fondo’ donde los países bajarían sus regulaciones medioambientales hasta (bostezo) acabar con el planeta. Y la respuesta clásica está también en el centro de la noción que estos liberales proponen: que un Estado debe ser visto como un proveedor de servicios más, que en este caso provee el más importante, llamado Estado de Derecho, el cual es el factor clave para hacer habitable un país. Es decir, los países más eficientes son aquellos donde impera el Estado de Derecho, y poniendo a competir a los distintos Estados entre sí, se crearía un sano régimen competitivo donde las condiciones más libres y más prósperas eventualmente triunfarían.
Es, eventualmente, terminar con una de las nociones de las que soy más enemigo: que el gobierno debe buscar el bien común. ¡Falso! El gobierno debe ser una sociedad más, que ofrezca servicios y tenga la misma utilidad que otras, o si no que se vaya. Convertir al contrato social en un contrato individual si donde a mí no me gusta haber nacido en este país porque es una carga y limita mi libertad y lo que quiera, pues me voy a otro donde mi individualidad sea más valorada y yo no sea una res más a llevar a las urnas.
Fascinante, ¿No?
miércoles, 30 de septiembre de 2009
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