viernes, 25 de abril de 2008

Uno sabe que ya dio el viejazo

Cuando las bandas de la adolescencia de uno sacan sus discos de Greatest Hits

domingo, 20 de abril de 2008

Las Noticias del Norte

La revista Día Siete siempre me ha causado una sensación torcida. Sus secciones de amenidades, el cartón de Maitena acerca de la irremediable treintona, la de tecnología y a veces la de libros me provocan agradables momentos en la king-size de mis abuelitos la mayoría de los domingos; pero por otro lado, siempre he percibido un horrible tufillo a aires de progresía entre sus páginas. Probablemente porque está dirigida por Zepeda Patterson, un miembro de la comentocracia que nunca ha sabido muy bien para donde moverse, aunque presiento que tiene simpatías veladas por cierto personaje de cuyo nombre no me quiero acordar pero que andan comparando (no sin razón) con algunos de los dark lords más temerosos de la historia, aunque al fin y al cabo les hallan faltado los dos de mayor death toll.
Bueno, aquí el caso es que en la edición del domingo pasado, la de los ocho años de aniversario de la revista, hicieron una larga lista de listados entre los cuales estaba el de quince cosas por las cuales odiar al gobierno (de cualquier partido, de los tres órdenes de gobierno). La línea que me llamó la atención, y que motiva este largo post, es una que decía literalmente: "Gracias a ellos, el país está devastado".

Entonces sacudí la cabeza y proferí un fuerte: "¡Ah, cabrón!"

¿Cuándo pasó el temblor o la madre revolución y no me avisaron? ¿Cuándo se derrumbaron con hórrido estruendo los templos, los palacios y las torres? ¿Desde cuando puedo caminar entre las piedras, despertado de mi sueño?

Porque yo no veo un país "devastado". ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?

Hay quien llama lo que ocurre con el narco una "guerra civil". Para mí no es más que una serie de enfrentamientos entre bandas avivado por una política de lucimiento del gobierno, por demás inútil si no se corta la fuente económica que surte el incentivo de cultivar y vender narcóticos.

Hay quien llama el borlote de las cámaras como "una prueba de la profunda inestabilidad social que existe". Para mí no es más que la minoría de la minoría de la minoría (y la mayoría, estimada señora Rodríguez, está en sus escritorios trabajando) que está dispuesta a escoltar a un loco a las puertas del poder y luego escoltarnos a todos los demás al Gulag, aunque en realidad son una llamarada de petate molesta y vulgar, que refleja los peores paradigmas del mexicano promedio.

Siento un profundo desprecio por aquél que vive de pronosticar desgracias para aprovecharse de ellas, pero también siento orgullo por lo que los que trabajan han hecho sin escándalos.

Mi hermana acaba de regresar de San Luis. Al igual que mis impresiones al regresar de Guadalajara, regresó diciendo que le sorprendió lo bien, lo ordenada y pacífica que resultaba la ciudad. De pronto, me hallé a mí mismo de nuevo en León, en Querétaro, en Aguascalientes, hasta en Puebla. Vi pavimentos claros y sin baches. Vi sistemas de transporte ordenados y eficientes. No vi marchas, salvo uno o dos merolicos que parecían de aquellos predicadores callejeros. Vi ciudades limpias. Vi tráfico fluido.

Vi que otro país era posible, y más que posible, que existía frente a mis narices.

¿Por qué?

Me parece que la respuesta también está frente a nuestras narices.

viernes, 18 de abril de 2008

Frases célebres

-¿Sabían de aquélla a quien llaman "La Marcha de Zacatecas"?
-No. ¿Por qué le dicen así?
-Pues porque todos la tocan desde la primaria

martes, 15 de abril de 2008

Atrapado entre dos mundos

Hay un gap entre dos dimensiones. Más bien, creo que parece un rite of passage doloroso y extraño, de final incierto y de un aire excesivamente vacuo y a la vez, soporífero.

Escribo esto para poderme controlar, a sabiendas que la palabra escrita siempre ha sido mi escape favorito.

Estoy entre dos mundos.

Soy todavía un niño. Un mocoso, ni más ni menos. Inmaduro a más no poder por caprichos que se le ocurren de pronto, que toma decisiones porque se le pega la gana tomarlas, incapaz de poner freno a sus propias ideas y compulsiones, que no le importa destruir todo lo que ha construido en un momento de locura. Que se arriesga y que de pronto le vale lo que es capaz de perder.

Soy ya un adulto. Alguien que debe hacer planes y programas. Alguien que debe presupuestar, ahorrar, comenzar a pensar en un distante retiro, cuidar sus inversiones y sus financiamientos; que no quiere arriesgar ni puede desear más dolor y más desengaño. Que sabe que debe guiar, que debe sonreír a la adversidad, que debe pelear con galanura y que jamás debe quejarse. Que tiene en sus manos la llave a importantes decisiones de negocio y todo lo que ello implica.

Soy yo. Atrapado entre dos mundos que no saben si chocar o causar una violenta reacción al fusionarse. Consciente cada vez de peor manera que el tiempo es el recurso más escaso de todos y que no se puede jugar a todo sin planear con extremo cuidado. Que debe aprender a poner atención a como dé lugar, por más difícil que sea o por más cansancio que exista. Que no debe permitir que una valoración subjetiva nuble su juicio y sea capaz de entender las expectativas y los retos de una manera correcta y racional.

No creo que haya otro camino sino el de aprender. Es el tour de force.

Y el país, impasible, por encima de mí despliega una hipérbola.

lunes, 14 de abril de 2008

Frases Célebres

“Hoy en el camino vi un sticker de los Deadheads* en un Cadillac.
Una pequeña voz en mi cabeza dijo: “No mires atrás: nunca puedes mirar atrás”.
Donald Henley – Los muchachos del verano

*Para entender esta parte de la frase, si la llevamos a valor presente se oiría (y la imagen se vería) así:
“Hoy en la carretera vi un sticker de Vans off the Wall en un Cadillac”
Sorry, es mi mejor intento.

viernes, 11 de abril de 2008

El manifiesto de un bibliófilo económicamente consciente


No creo que me equivoque al decir que soy una persona que comparativamente gasta un elevado porcentaje de su ingreso en libros. Todo aquél que me conoce lo sabe perfectamente, así como mis manías sobreprotectoras con las cosas que el señor Koreander define como "unos objetos rectangulares que llaman libros" (la regla de los setenta y cinco grados, las esquinas de los paperbacks pegadas con scotch verde, la alineación con regla y otras locuras más). Tengo una pesada lista de libros por leer, aunque muchos son dejados de lado o simplemente abandonados porque no me gustan; y en general, considero sagrado el momento en que mi mente se evade con más frecuencia que la de costumbre y me pongo a imaginar situaciones, ambientes y personificaciones de muchísimos tipos.

Pero esa pasión y ese respeto que siento por el material bibliográfico nunca me ha nublado el juicio como para dejar de creer que los libros, como casi todo, son objetos humanos, invenciones humanas, producto de la mente y de la racionalidad humanas (bueno, de la vanguardia para acá no tanto), como la mayoría de las cosas, son sujetos de intercambiarse en un mercado. Ergo, la unidad con la que se mide su valor y se raciona su intercambio es el precio.

Esto viene a cuento por la tan llevada y traída ley del libro. En general es un paquete de medidas y buenas intenciones encaminada a "desarrollar a la industria librera nacional" y de paso incrementar los paupérrimos índices de lectura en este país.

Sólo me voy a referir al punto más escandaloso y polémico de esta ley: el precio único.

Según esto, la nueva ley va a prohibir a cadenas grandes como Gandhi otorgar descuentos en precios de anaquel. ¿Con qué argumento? Pues con el de que las grandes librerías imponen sus políticas de volumen a las editoriales y esto pone en desventaja a las pequeñas, que se ven forzadas a cerrar como en dominó.

El Comisionado Federal de Compencia basó su recomendación de veto a Fox en leyes económicas fundamentales sobre la libertad de elección. Y obviamente ciertos partloteadores medio místicos le brincaron encima. Su principal argumento económico era que "la industria editorial es única y por ello requiere reglas distintas". En pocas palabras, si un libro es una bazofia que nadie quiere leer, merece ser publicado y tirado por miles sólo por haber sido escrito. Tan fácil es la mentalidad colectivista.

En lo muy particular, yo estoy en absoluto desacuerdo con esto del precio único. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que las librerías practican la discriminación de precios (es una práctica de lo más usual para probar hasta qué punto está dispuesto un consumidor a comprar equis cosa y subir el precio de equilibrio con ello), que los libros para los verdaderos bibliófilos son bienes con curva de demanda inelástica y que el precio único sólo aplicaría para novedades, la noción de fijar un precio, no importa quién la haya propuesto o quién la apoye, despide un horrible tufo a podrido.

Si dos y medio de tres partidos lo apoyan, si la industria editorial lo apoya, si hasta la propia Gandhi lo apoya y nuestra sarta de palomos colipavos "que se suben a su torre de marfil convertida en pedestal de idiotas" (Calderón dixit), y sólo el comisionado federal de competencia y mis profesores de economía están en contra, entonces hay algo que no cuadra aquí.

Todos los que lo apoyan tienen absolutamente algo que ganar:

Las editoriales, practicar la discriminación de precios que tanto critican que hacen las librerías.

Las librerías, librarse de la competencia y poder negociar el margen que se les pegue la gana y subir sus utilidades del único modo doloso que existe.

Los partidos, porque quieren quedar bien con otra iniciativa políticamente correcta. ¿Quién estaría en contra de hacer que las personas lean más?

Y los intelectuales, tercio por ser protegidos y ser publicados aun cuando no vendan, tercio porque es una iniciativa "progre" y tercio porque deben trinar de ira contra una cadena de librerías que despoja de sus "legítimas ganancias" a las pequeñas (el cuento de "You've got mail" revolcado)

He estado en un país donde los libros tienen un precio fijo, y permítanme decirles que son estúpidamente caros. Estúpidamente.

Sí me fijo en el precio de los libros. Y siempre comparo entre librerías. Y siempre compro donde es más barato. Por ejemplo, el último de Ken Follett resultó ser comparativamente más barato en Costco que en Gandhi, y lo compré ahí. Tan fácil. Un libro que no pueda conseguir aquí o que sea estúpidamente caro lo voy a comprar con Amazon. Tan fácil. Si me fijan el precio de un libro y lo puedo obtener en algún otro lado más barato, ni modo. Que se jodan los rentistas de la Caniem.

Y por último, mi opinión sobre el fomento a la lectura.

Sí, también yo quisiera ver un país donde la gente abarrote las liberías, donde en los parques haya personas con libros, con que en lugar de leer el Libro Vaquero o ver Rebelde agarren un libro (aunque tampoco soy de esos que pontifican sobre agarrar un Camus y no un Grisham). Pero también quisiera ver un país con gente sin paradigmas. Un país donde uno pueda escoger hacer con sus bienes lo que se le venga en gana, sin limitaciones ni mentiras.

La culpa de que aquí no se lea es de quien ha sacralizado al libro y lo ha rodeado de un halo místico que impiden que alguien lo viva y lo disfrute como lo que es: un escape hacia otros mundos, la reproducción del nuestro, las hazañas de grandes hombres y mujeres, las dudas sobre la existencia, las preguntas universales. En suma: una manifestación más.

Como ésta que estoy escribiendo.

jueves, 3 de abril de 2008

Mis memorias con la economía, parte dos

Quien ha jugado conmigo algún deporte, fútbol con más frecuencia o volleyball con más desgracia, se ha podido percatar con enorme presteza que soy un inepto.
Un inepto.
No creo que haya mejor palabra para eso.
En el fútbol, por ejemplo, siempre juego de defensa, medio y delantero, en ambas bandas de la cancha e intento cazar goles cuando puedo. En el voli surgió mi filiación partidista (Léase mi post sobre la crisis de mercadotecnia del PAN), en el basket me le aviento al que traiga el balón y tiro manotazos sin ton ni son. Aprendí a nadar solo, y aunque puedo sobrevivir en un naufragio soy un monumento a la falta de estética al moverme en el agua. En el tocho no logro hacer que un balón gire al lanzarlo (y difícilmente lanzarlo). Es más, sólo soy moderadamente bueno en el beis, en el tae (hice ocho años, aunque ahora no puedo ni alzar la pata a la cintura) y en el maratón (siempre le gano a la ignorancia, jejeje).
“Execrablemente torpe en virtualmente cualquier deporte.” Debería ser mi motto.
El problema aquí es que mi papá, quien a primera vista da una menos que yo en el deporte, y eso que no doy una, se defiende notablemente. En el fut barre y foulea con gracia. Nada con gracia. Lanza un balón de americano con gracia. Lanza una curva con gracia. Juega tenis y squash con gracia. Mete doscientos puntos en una línea del boliche y con gracia. Y saca y defiende en el voli con gracia.
Si yo fuera Luis Pazos, me preguntaría, ¿Por qué dos personas que comparten genes y herencia son tan distintas en los deportes? ¿Qué políticas aplicó un “país” que no aplicó el otro?
Alguna vez me animé a preguntar la cuestión y recibí una respuesta sorprendentemente económica y sorprendentemente satisfactoria.
Como es bien sabido, no tengo hermanos. No tengo primos por el lado de mi papá y por el de mi mamá cuatro, a los que les llevo respectivamente seis, trece y quince años. Esto quiere decir que a no ser por un par de vecinos y la desastrosa experiencia de la liga de fútbol de Ciudad Satélite, Sociedad Anónima; no hubo mayor desarrollo en el asunto.

Mi papá, por el contrario, por el lado de mi abuelito (no los he contado) tiene alrededor de diez primos hombres, mientras que por el lado de mi abuelita debe tener más de quince. Cuando vivía allá por la Moctezuma casi todos sus primos por la parte materna habitaban en las cercanías, y como era lógico todos se ponían a jugar. Mi papá es el segundo mayor de sus primos, entre los cuales existía una enorme competencia, como suele ocurrir entre niños que se conocen bien y conviven muy seguido. Imagínense: jugando y compitiendo tarde tras tarde con niños a los que a lo sumo les llevas dos o tres años, donde si naciste torpe o mejoras o te sacan, así de fácil.

Para mí no hubo incentivo para luchar contra toda limitación, real o percibida, en el campo deportivo y así convertirme no en un atleta, sino en alguien que se mínimamente defendiera.
Es más, tenía todo el incentivo para no hacerlo: es decir, no exponerme al ridículo.
¿Que tenía otras ventajas comparativas? Así es, y probablemente es lo que hice. Sin embargo, en este tema en particular, mi opinión subyace en mi similar postura a lo que deberían hacer los gobiernos: mis papás me hubieran hecho jugar cualquier cosa mientras fuera menor de edad, sin hacer caso a mis quejas. Cero proteccionismo. Con el tiempo yo hubiera sabido en qué era bueno (probablemente hubiera terminado siendo un pitcher competente) y sería un poco más decente en los deportes.
Pues bien, eso es lo que más o menos pasa con el comercio internacional. Un país que compite sin restricción alguna deberá especializarse en lo que sabe hacer mejor (es decir, su ventaja comparativa) y aunque al principio dolerá muchísimo, no creo que haya manera más humana y útil de jugar en el mercado internacional.

miércoles, 2 de abril de 2008

El Ambientalismo y la Edad Media


La parte más fea de mi corriente literaria y artística favorita, el romanticismo, es la desviación que causó su fuerte cargada hacia la naturaleza y su amor por el medievalismo. Es decir, tan imbuidos quedaron algunos de las teorías de Rousseau (un intelectual tan ingenuo como peligroso), que comenzaron a ver con muy buenos ojos la noción de que el retorno a la naturaleza y el buen salvajismo eran ideas incompatibles con el desarrollo industrial. Si bien en lo muy particular yo me siento identificado con el romanticismo en cuanto a la naturaleza (mi texto sobre la función del jardín, que se halla en mi Moleskine, es la mejor prueba de ello) y también en una visión, torcida quizá, de la edad media como una época de enorme pureza ideológica y estética; también intento ser una persona racional y comprender ciertos principios económicos que aplicados correctamente (i.e. con el diseño institucional a.k.a. estado de derecho adecuado) o incluso a medias tintas han hecho mucho más que nada para que el mundo viva en sus mejores etapas de riqueza y prosperidad. La afirmación anterior, por cierto, no es ningún chiste.
Esto viene a cuento por la situación del Earth Hour, un evento promovido por World Watch Fund (WWF) para que cada ciudad importante en el planeta apagara sus luces y se quedara como peneque sin hacer nada durante una larga hora. Esto, por supuesto con todas las buenas intenciones para que las personas pudieran “tomar conciencia” acerca de esto del calentamiento global y más que actuar en consecuencia, exigir que “alguien” actuara.
Ignoro si en México alguien siguió el numerito, aunque en mi casa la luz se fue una hora. ¿Coincidencia? No tengo la menor idea.
Pero el caso es que este comportamiento fanático y esa paranoia de buenas intenciones me tienen poco más que desquiciado.
¿Qué pretenden los ambientalistas de hoy? ¿Que su estándar de justificación moral sea regresar a la edad media? ¿Que regresemos como en manada a aquellos “idílicos” tiempos de peste e higiene terrible? ¿Qué reneguemos de todo el progreso (sí, Joaquín de siete años, Roberto Carlos es una conciencia progre cuya canción no ayuda a formar un debate serio sobre el tema) que hemos alcanzado y las comodidades que parte de la humanidad goza? ¿Que evitemos que la parte que no las tiene sea capaz de tenerlas mediante la limitación de su desarrollo o la formulación de políticas idiotas que no generan riqueza?
No es sorpresa entonces que buena parte de la izquierda dura se haya unido al movimiento ambientalista moderno, con el fin de atacar al sistema una vez que se han quedado sin sus viejos argumentos. No sorprenden entonces las demostraciones fanáticas de gente que pide esterilizaciones masivas o se suicida porque ya no quiere “depredar” más recursos naturales de la “Madre Tierra”. Bjorn Lomborg demostró muchas de las falacias del catastrofismo moderno, aunque bien todos estamos de acuerdo con que falta muchísimo por hacer. Sin embargo, mientras algunos proponen soluciones intervencionistas (y con malas intenciones en ello), muchos decimos y repetimos hasta el cansancio que los problemas ambientales surgen de la existencia de bienes públicos.
Como Don Boudreaux repite en su blog, entonces los ambientalistas deben amar a Corea del Norte, donde todos los días es día de no-comprar-nada y durante todas horas es la hora de la tierra, sin luz y sin energía.

martes, 1 de abril de 2008

April Reading List

Leí hace seis o más años Los Pilares de la Tierra, de Ken Follett. No he hecho los promedios, pero creo que el libro se acercó a uno de mis récords en velocidad de lectura.
El caso aquí es que en Historia (¿Quién todavía ve Historia cuando estudia finanzas en la universidad?) el libro es requerido para el curso.
Contada mi situación y dado que no quiero quedarme sin leer (digo, para darme un pretexto) pedí que me cambiaran los Pilares por su novísima continuación, Mundo sin Fin, una de las secuelas más esperadas en la literatura de thrillers.
Tengo dos concerns acerca de este asunto:
a) Cuándo se supone que voy a leer.
b) Si será una digna secuela.
Habrá que ver.