No creo que me equivoque al decir que soy una persona que comparativamente gasta un elevado porcentaje de su ingreso en libros. Todo aquél que me conoce lo sabe perfectamente, así como mis manías sobreprotectoras con las cosas que el señor Koreander define como "unos objetos rectangulares que llaman libros" (la regla de los setenta y cinco grados, las esquinas de los paperbacks pegadas con scotch verde, la alineación con regla y otras locuras más). Tengo una pesada lista de libros por leer, aunque muchos son dejados de lado o simplemente abandonados porque no me gustan; y en general, considero sagrado el momento en que mi mente se evade con más frecuencia que la de costumbre y me pongo a imaginar situaciones, ambientes y personificaciones de muchísimos tipos.
Pero esa pasión y ese respeto que siento por el material bibliográfico nunca me ha nublado el juicio como para dejar de creer que los libros, como casi todo, son objetos humanos, invenciones humanas, producto de la mente y de la racionalidad humanas (bueno, de la vanguardia para acá no tanto), como la mayoría de las cosas, son sujetos de intercambiarse en un mercado. Ergo, la unidad con la que se mide su valor y se raciona su intercambio es el precio.
Esto viene a cuento por la tan llevada y traída ley del libro. En general es un paquete de medidas y buenas intenciones encaminada a "desarrollar a la industria librera nacional" y de paso incrementar los paupérrimos índices de lectura en este país.
Sólo me voy a referir al punto más escandaloso y polémico de esta ley: el precio único.
Según esto, la nueva ley va a prohibir a cadenas grandes como Gandhi otorgar descuentos en precios de anaquel. ¿Con qué argumento? Pues con el de que las grandes librerías imponen sus políticas de volumen a las editoriales y esto pone en desventaja a las pequeñas, que se ven forzadas a cerrar como en dominó.
El Comisionado Federal de Compencia basó su recomendación de veto a Fox en leyes económicas fundamentales sobre la libertad de elección. Y obviamente ciertos partloteadores medio místicos le brincaron encima. Su principal argumento económico era que "la industria editorial es única y por ello requiere reglas distintas". En pocas palabras, si un libro es una bazofia que nadie quiere leer, merece ser publicado y tirado por miles sólo por haber sido escrito. Tan fácil es la mentalidad colectivista.
En lo muy particular, yo estoy en absoluto desacuerdo con esto del precio único. ¿Por qué? Porque si bien es cierto que las librerías practican la discriminación de precios (es una práctica de lo más usual para probar hasta qué punto está dispuesto un consumidor a comprar equis cosa y subir el precio de equilibrio con ello), que los libros para los verdaderos bibliófilos son bienes con curva de demanda inelástica y que el precio único sólo aplicaría para novedades, la noción de fijar un precio, no importa quién la haya propuesto o quién la apoye, despide un horrible tufo a podrido.
Si dos y medio de tres partidos lo apoyan, si la industria editorial lo apoya, si hasta la propia Gandhi lo apoya y nuestra sarta de palomos colipavos "que se suben a su torre de marfil convertida en pedestal de idiotas" (Calderón dixit), y sólo el comisionado federal de competencia y mis profesores de economía están en contra, entonces hay algo que no cuadra aquí.
Todos los que lo apoyan tienen absolutamente algo que ganar:
Las editoriales, practicar la discriminación de precios que tanto critican que hacen las librerías.
Las librerías, librarse de la competencia y poder negociar el margen que se les pegue la gana y subir sus utilidades del único modo doloso que existe.
Los partidos, porque quieren quedar bien con otra iniciativa políticamente correcta. ¿Quién estaría en contra de hacer que las personas lean más?
Y los intelectuales, tercio por ser protegidos y ser publicados aun cuando no vendan, tercio porque es una iniciativa "progre" y tercio porque deben trinar de ira contra una cadena de librerías que despoja de sus "legítimas ganancias" a las pequeñas (el cuento de "You've got mail" revolcado)
He estado en un país donde los libros tienen un precio fijo, y permítanme decirles que son estúpidamente caros. Estúpidamente.
Sí me fijo en el precio de los libros. Y siempre comparo entre librerías. Y siempre compro donde es más barato. Por ejemplo, el último de Ken Follett resultó ser comparativamente más barato en Costco que en Gandhi, y lo compré ahí. Tan fácil. Un libro que no pueda conseguir aquí o que sea estúpidamente caro lo voy a comprar con Amazon. Tan fácil. Si me fijan el precio de un libro y lo puedo obtener en algún otro lado más barato, ni modo. Que se jodan los rentistas de la Caniem.
Y por último, mi opinión sobre el fomento a la lectura.
Sí, también yo quisiera ver un país donde la gente abarrote las liberías, donde en los parques haya personas con libros, con que en lugar de leer el Libro Vaquero o ver Rebelde agarren un libro (aunque tampoco soy de esos que pontifican sobre agarrar un Camus y no un Grisham). Pero también quisiera ver un país con gente sin paradigmas. Un país donde uno pueda escoger hacer con sus bienes lo que se le venga en gana, sin limitaciones ni mentiras.
La culpa de que aquí no se lea es de quien ha sacralizado al libro y lo ha rodeado de un halo místico que impiden que alguien lo viva y lo disfrute como lo que es: un escape hacia otros mundos, la reproducción del nuestro, las hazañas de grandes hombres y mujeres, las dudas sobre la existencia, las preguntas universales. En suma: una manifestación más.
Como ésta que estoy escribiendo.
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