Por principio de cuentas, intentar hablar seria, técnica, artística o metódicamente acerca del pop sería como comentar en la sección de gastronomía del periódico sobre la comida de McDonald’s.
Nunca he creído que sea una música que se preste a las odiadas charlas de café con cargas tóxicas de subjetivismo, ni de revistas de culto, ni precisamente de culto mismo; como una novela de John Grisham nunca podrá ser discutida con la fantochería intelectual de quien se cree experto en Joyce o Kafka. Pero tampoco creo que el pop sea la basura que los cultillos desechan por su alto grado de comercialismo. En todo caso, eso del comercialismo me revienta también, pero por razones personales, jamás por ese estúpido paradigma acerca de que el artista que vende se prostituye (y que es el que ha creado estereotipos clásicos, como la hipocresía del intelectualoide en su casa de San Ángel pontificando acerca de la desigualdad y de justicia social y de soberanía popular y de otras tantas entelequias).
En sí, el pop es mucho más que los productos prefabricados que vienen vía Disney, vía Nickelodeon, vía Zomba y vía Televisa y que aparecen puntualmente cada dos semanas en las revistas para niñas de doce años y hasta menos. Si es cierto que en la industria musical del pop ha habido un descuido hasta el descaro de crear basura, existen fuertes referentes culturales del pop que valen tanto (en algunos caso más) que el valor histórico que puedan tener los representantes de su contraparte rockera. Hace tiempo de hecho leí que para el caso de México, Aleks Syntek ha demostrado ser un excelente músico con una buena dosis de creatividad e inventiva, pero que ha sido echado de lado primero por haber nacido en y prestarse a colaborar con Televisa. Hay otros casos de músicos interesantes (i.e. Benny Ibarra y Erick Rubín fuera de Timbiriche) con propuestas interesantes, que nunca han sido tomadas en cuenta precisamente por su background y su desarrollo de carrera. El artículo referido (no recuerdo dónde lo leí, en realidad) hablaba también de los verdaderos rockers que se habían acercado al pop, ya fuera para hacer crossovers (uno de mis primeros posts habla de ellos) o para hacer publicidad (los casos de Maná y la Venegas son ya clásicos).
El caso aquí es que el pop puede ser tanto medio de difusión, como una música esencialmente valiosa por sí misma, dedicada fundamentalmente a contar las cosas por las que vale la pena vivir (en contraste con un rock que muchas veces habla de las cosas que están mal, que hay que cambiar, o en el peor de los casos, por las que no vale la pena vivir).
Me vienen los ejemplos de Elton John, de Abba, de Queen (epítome del rock-pop), de Roxette, de los Pet Shop Boys, y de varios músicos del día de hoy cuyo trabajo ha sido reconocido incluso en los medios en los que antes un considerado “Popper” (y no Karl) no sería aceptado.
Primero está Keane, el grupo británico famoso por no usar guitarras (lo cual es sinónimo de ser sacados de cualquier clasificación de rock que exista o haya existido), pero que han sido bien recibidos y considerados dada la lírica de sus letras y lo absolutamente Brit y contemplativo de su música. Ideal para un día de lluvia.
Y luego, y quizá el motivo de este larguísimo post, se encuentra el caso de Mika, el músico libanés que dio mucho de qué hablar el año pasado con sus canciones; una alegre y creativa mezcolanza de los tonos vocales de Freddie Mercury, de la música más flamboyant de Elton John, de un poco de electrónica de tienda de mascotas, de algo de Scissor Sisters e incluso algo de iconografía y trompetazos Beatles.
El caso es que me compré el disco ayer y no lo he dejado de escuchar. Música valiosa por sí misma. (O más bien, música que yo, arrogantemente considerado consumidor educado, considera al igual que otras personas música altamente valiosa y res tantum valet quantum vendi potest).
La basura pop es una llamarada de petate que se quema y se va. El pop valioso demuestra su verdadero valor de mercado con consumidores ulteriores mucho tiempo después.
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